Hoy me parece uno de esos días en que ni uno mismo puede seguir el rastro a su propio pensamiento, y apenas da unos pasos detrás del único que deja un vestigio en la sangre, a través del deseo. Hastiada por el calor, los quehaceres diarios, vulgares: preparar comida, lavar ropa, trastes, barrer, sacudir, desempolvar libros, dar de comer a los animales — éste sí, reconfortante—; aburrida de la gente y la rutina, quisiera desterrarme a un país en el que el frío impida hasta bañarse, un lugar donde no sepa qué se habla ni cómo se habla, y así cuanto pueda decir, toda palabra, se interprete como una barbaridad, un balbuceo; donde nadie sepa quién soy ni qué hago ahí, ni se interese por saberlo, ser una más que, para ellos, siempre será menos; donde no haya sino paredes frías, pisos fríos para acostarse a mirar el techo, un techo alto pudriéndose de tan viejo, y que sea la música todo lo que escuche en ese perfecto exilio de no saber nada, de ignorarlo todo, y no querer saberlo. Limpiar la mente de afectos y persuasiones del deber, que nunca está satisfecho. Poseer un suéter, un par de jeans y eso sí, dinero —jamás se podría hacer nada de lo que digo sin ello—. Ése, creo, ante mis ojos, sería el espacio perfecto para escribir algo, quizá, no valioso pero sí bello.