"-Soy partidaria de la decisión
de que uno se atenga
con valentía a lo real
sin inquietarse por lo posible"
Carlota en Weimar, Thomas Mann
Quisiera no haber visto ni vivido nada de lo que vi y viví aquella tarde, pero en la vida casi todo ocurre, nos ocurre sin que alguien nos consulte o nos dé previo aviso, y así hay imágenes que el ojo le devela a la conciencia sin que el ojo o la conciencia así lo quieran, porque el ojo tiene apenas la posibilidad de cerrarse cuando ya vio lo inevitable y uno, apenas, si sobrevive a lo imprevisto, y visto, de volver sobre sus pasos cuando ya vio y vivió lo que en otra circunstancia, con menos fortaleza o menos tibieza, le hubiese resultado letal e intolerable: imperdonable.
A uno nadie le pregunta si quiere ser testigo de la muerte: estar presente en el momento de un accidente ajeno, ver cómo alguien por un descuido o con saña es arrollado, cómo alguien se tira al metro, cómo dos, tres o cuatro autos chocan y arrasan sin freno, cómo le dan un tiro en la cabeza a otro, cómo lo golpean, lo apuñalan y la sangre se le derrama.
Nadie le pregunta a uno en la calle si quiere ver un muerto, con su cuerpo desangrado y desmembrado, asesinado a sangre fría, con sus ojos abiertos que ya no ven nada (o al menos eso creemos), —sus pálidos y muertos ojos en los que quizá todavía se refleje el cielo que amanece tras su muerte, si es que muere a la intemperie y no amagado o bajo un techo de concreto o en la cajuela de su carro, sus ojos que quizá ya no reflejen sino el terror que vivieron al ver a su asesino, por ellos o no escogido, dar el frío o caliente, según las razones que haya tenido éste, golpe de muerte; porque algo seguro debe ser que en la mirada, en la pupila dilatada, quede un insondable rastro del fino umbral que separa los dos mundos de los que ya son fieles testigos aquellos que han muerto pero que también estuvieron vivos: la muerte es el mayor testimonio de que se ha vivido—, con su cuerpo desfallecido y mutilado que aparece debajo de los sanguinarios, morbosos y amarillistas titulares: “¡DESCUARTIZADO!”, “¡DAMA ASESINADA!, “POR BORRACHO LO MATARON”, “SE LO LLEVARON DE CORBATA”.
Tampoco le preguntan si quiere despertar del engaño en el que vive y tanto le ha costado crearse, o si quiere que se le haga presente lo que tan sólo, ociosa y celosamente, ha en la imaginación esbozado.
Tampoco le preguntan si quiere que le desvenden los ojos que uno ha mismo vendado con paños de blancas mentiras y sedantes justificaciones —resistentes a la razón punzante y siempre agravante—, argumentando que posee en ellos una herida que debe cuidarse para que no se infecte y entonces sí con la infección quede uno devastado. Porque tampoco es para nadie ajeno que se hace uno el ciego para no herirse: la negación es el primer síntoma de todo insano.
A uno nadie le pregunta…, ni le avisa —ni siquiera, si es que existe, el dios todopoderoso guionista de este vulgar melodrama que juzgamos, snobs, como una buena serie televisiva, el parteaguas perfecto para una extraordinaria película; ni el fracasado y vicioso, omnipresente escritor de esta trama de quinta que ha nombrado vida. (Y resulta una estupidez que uno mismo no lo intuya)— que en la siguiente calle se avecina un crimen, que el que va caminando a su lado será atropellado, que los autos que están acelerando habrán de colapsar, que en el andén al que uno se dirige alguien habrá de suicidarse. Nadie le advierte que se encontrará con la cara sangrante de un muerto en vivo o debajo de un titular amarillista su imagen.
Nadie le dice que se aleje, que regrese sobre sus pasos, que retrase la hora, que evite el sitio porque descubrirá ahí mismo el engaño que ha apenas intuido y fingido no ver en la mirada y la distancia del que ama —porque el que uno ama no le dice a uno que lo engaña, ni que estará a esa hora en ese sitio con su amante en ese sitio, porque el tampoco sabe y nadie se lo ha dicho, no nosotros, que nosotros pasaremos por ahí, que estaremos ahí quién sabe porqué circunstancias, y así sea irónicamente el silencio que se guarda para evitar catástrofes, uno de los delatores infames del melodrama—.
Nadie nos dice, por lo menos, que el atroz cosquilleo que minutos antes del espantoso acontecimiento nos azota el pecho es el presentimiento, que sí existe y que es cierto (oh, dios presentimiento, nariz del corazón, palo de ciego)
Nadie nos pregunta, nos avisa ni nos advierte (no claramente), simplemente la vida nos pone las imágenes enfrente para que el ojo las fotografíe para siempre y las revele a nuestra consciencia perpetuándolas en un papel resistente, el álbum fotográfico de la memoria: ¡ahí está la colisión!, ¡ahí está el muerto con la cabeza degollada, con la sangre derramándosele seca!, ¡ahí está mi amado en brazos de otra!, ¡ahí está la verdad!, ¡ahí el origen de la mentira!, ¡ahí el origen de la tragedia!, ¡ahí está la imagen: palpable, reconocible, real!, ¡ahí esto o aquello, doloroso; aquí nosotros, espectadores sin quererlo! ¡ahí el cuadro cerrado de las circunstancias al que miramos desde una perspectiva lejana, impotente, aquí nosotros como en una dimensión distinta sin poder hacer nada más que cerrar los ojos, aunque de nada sirva, y regresar, gritar, llorar, patalear: abrazarnos las tripas; aunque de nada sirva, porque nada lo va a borrar, nada, ni siquiera una lobotomía lo puede garantizar, podrá hacérnoslo olvidar: el rostro sangrante del muerto o la imagen doliente del amado sonriente asido a otro cuerpo que no es el nuestro!
Y así estoy segura, y sé que no soy la única, de que habemos quienes quisiéramos que una particular parte de nuestra existencia no hubiera sido como fue, de que no hubiera ocurrido así, no por lo menos sin prevenirnos, sin alistarnos para ver y vivir lo que estaba por suceder —para hacer un ensayo—; de que habemos quienes no quisiéramos que no hubiese sido lo que fue; quienes quisiéramos que nuestra vida pudiera seguir su curso, normal, sin torturas, sin desencantos, en la siempre hermosa tierra de lo que por nuestro bien ignoramos.
Sin embargo, (y ese es otro desengaño) nos mintieron cuando dijeron que la vida puede ser como queramos; puesto que la vida, cruel y burlona, reina siempre de sí misma, nunca pregunta, ni avisa: es sorpresiva; y la imaginación, como sirviente de la expectativa, es apenas una débil representación de lo que puede ser y hacer con nosotros, y los otros: la vida.
Yo no quisiera haberlo vivido ni visto, lo que viví y vi aquella tarde (nadie me lo preguntó, ni me avisó, ni me advirtió —y dejo al presentimiento fuera de esta afirmación—). Me gustaría que hubiese sido de otro modo (¡¿escucha usted, señor guionista, señor director, señor escritor?!) pero ya no hay nada que hacer porque la vida es así y así, ante la imposibilidad cobarde de ponerle remedio, hay finalmente con valor que asumírsela.