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Ha comenzado a llover. Las ramas del árbol próximo a la ventana en la habitación del tercer piso golpean con fuerza. Su ruido se confunde con la lluvia, casi tormenta. Permanecemos callados, atentos al ruido del cristal. Las gotas se solidifican y de pronto son piedras. Así suelen ser las últimas tardes de Julio: desapacibles, por fuera. Cuando yacemos así, con el cuerpo caliente y desnudo, pienso que él y yo somos también un par de gotas, seminales uniéndose para crear un mundo, me parece que este instante es el inicio del mundo, su centro; aunque a veces también somos rocas, rompemos en el abismo, golpeamos cristales. Nos besamos y nos hacemos parte, aún más, el uno del otro, de las aguas marítimas que navegaban nuestros cuerpos. Sonreímos. Estamos desnudos. En el aire se evapora la saliva. Él me mira con sus ojos de ámbar. La tarde es ya una tormenta eléctrica.
Ha comenzado a llover. Las ramas del árbol próximo a la ventana en la habitación del tercer piso golpean con fuerza. Su ruido se confunde con la lluvia, casi tormenta. Permanecemos callados, atentos al ruido del cristal. Las gotas se solidifican y de pronto son piedras. Así suelen ser las últimas tardes de Julio: desapacibles, por fuera. Cuando yacemos así, con el cuerpo caliente y desnudo, pienso que él y yo somos también un par de gotas, seminales uniéndose para crear un mundo, me parece que este instante es el inicio del mundo, su centro; aunque a veces también somos rocas, rompemos en el abismo, golpeamos cristales. Nos besamos y nos hacemos parte, aún más, el uno del otro, de las aguas marítimas que navegaban nuestros cuerpos. Sonreímos. Estamos desnudos. En el aire se evapora la saliva. Él me mira con sus ojos de ámbar. La tarde es ya una tormenta eléctrica.
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