Él se detenía y ella bajaba de auto. Se despedían sin mirarse: cada uno seguía su rumbo, siempre desconocido para el otro, así era mejor, así no tendrían el impulso de seguirse y mucho menos de buscarse porque no sabrían dónde hacerlo, en caso de querer hacerlo. Porque lo sabían: en el fondo no tenían nada que ofrecerse, excepto las palabras que los unían en esos bruscos y aleatorios lapsos de tiempo.
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