Hay días en que me parece que el mundo es de cristal, como el cuerpo de aquel loco que no dejaba que nadie lo tocara, y entonces cualquier pensamiento capaz de accionar un manotazo en falso tiene el poder exacto para quebrarlo, entero, y de hacer que todos esos pedazos, añicos, de mundo recaigan sobre mí como las lanzas de una lluvia que no para, apuñalándome, clavándose en mí, hundiéndose, desangrándome: aniquilándome a mí también, en una especie de muerte retroactiva ―suicidio impremeditado(?)―.
En esos días el sol es un ojo que mira despiadadamente, sin pedir permiso, y que toca, acaricia, rasga, hiere con su mirada lo que se le pone enfrente: todo. Y yo temo que el mundo se quiebre y que esa mirada me mire hacer cosas que no suele hacer la “buena gente”.
Esos son los días en que me levanto, me visto, me maquillo, actúo, como dando un show mediocre ante la mirada bella, luminosa, exigente y azul de la perfección: Dios.
En esos días el sol es un ojo que mira despiadadamente, sin pedir permiso, y que toca, acaricia, rasga, hiere con su mirada lo que se le pone enfrente: todo. Y yo temo que el mundo se quiebre y que esa mirada me mire hacer cosas que no suele hacer la “buena gente”.
Esos son los días en que me levanto, me visto, me maquillo, actúo, como dando un show mediocre ante la mirada bella, luminosa, exigente y azul de la perfección: Dios.
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