Como un péndulo,
mordaz,
hiriendo
el aire,
tu hacha
húmeda,
oscilando
entre mis muslos.
Crece
la herida,
se hincha
el tiempo.
Como dos
palpitantes
gotas de sangre
aferradas
a mi pecho,
mis senos
tiemblan
aguardando
la caída
al precipicio
de tu
aliento.
Pájaros a punto de volar
miércoles, 22 de septiembre de 2010
Memorias (2008)
Nada escrito, nada suspendido en el aire, nada suspendido en el agua. Werther nada. Nada. Sollozos en silencio: amor. El recuerdo del sonido de las alas de murciélago en embate contra el viento. Embate contra el tiempo, somos alas de murciélago. ¿Has sentido tu cuerpo apelmazado de tristeza; la contrariedad carcomiendo, disfrazada de silencio, tus pensamientos? El recuerdo de la noche vestida de fuego, de las luciérnagas como chispas de fuego revoloteando en la helada noche de llovizna; tus brazos como leña verde para el abrigo de mi cuerpo: hoguera apagada. Llanto como humo en gotas de veneno. Gotas venenosas envenenando mi rostro. Nada. Llovizna: escarcha de cristal, ojos siempre vivos: cristalinos como escarcha. Estrellas de ceniza. Nada. ¿Has sucumbido ante el deseo de seguir amando? Sinrazón: nada. Torbellino: memorias en espiral: muerte: caída al vacío: nada. ¿Escuchas? Han regresado los incesantes aullidos de la gata negra en celo. Celos en aullido de gata negra, negra noche en la impaciencia del insomnio: manos blancas estrangulando mi sueño. La luna con sus miles de caras con el mismo rostro. Tu rostro: rastro de ausencia. Ausencia de palabras: silencio. Silencio hendido: sollozos. Arlequín mudo es el amor, arlequín en sombras es el amor. Amor de sonrisas apagadas como luciérnagas de ciudad. Muerte: eterno caminar. ¿Has sentido el frío de la muerte? Nada ¿Has sentido tus manos huecas como un guante vacío de carne? Vacía carne: hueco. Nada. ¿Has sentido cómo reverberan los recuerdos? Aire de melancolía. Tu recuerdo suspendido en la nada de mi amor reverberante. Nada reverberante: tu recuerdo suspendido de amor. Amor en tinieblas: arlequín desmembrado. La ciudad: laberinto. Nada escrito, nada suspendido en el aire, nada suspendido en el agua. Werther nada. Y reverberan los recuerdos, como luciérnagas encendidas.
martes, 21 de septiembre de 2010
Fantasmagoría
Albergo tu rescoldo
en mi vientre:
un hijo sin forma,
de tu deseo
el germen.
En mí late,
de mí se alimenta,
en mí crece.
De mi temor se burla,
soy su sirviente.
Amor:
¡Y tú que te has ido
al nunca del para siempre!:
Este Ser que me habita ES
un fantasma
que no desaparece,
un ente
que, teniendo vida,
no nace
pues teme:
la MUERTE.
en mi vientre:
un hijo sin forma,
de tu deseo
el germen.
En mí late,
de mí se alimenta,
en mí crece.
De mi temor se burla,
soy su sirviente.
Amor:
¡Y tú que te has ido
al nunca del para siempre!:
Este Ser que me habita ES
un fantasma
que no desaparece,
un ente
que, teniendo vida,
no nace
pues teme:
la MUERTE.
domingo, 19 de septiembre de 2010
De la colección Escenas Amorosas
Presente
I
Su beso es una gargantilla. Con temor aparta de tu nuca el ondeante y tenebroso de mar de tu cabello. Posa, sujeta la alhaja a tu frágil cuello. No importa si no son perlas ni diamantes, sientes el mismo cosquilleo causado por el frío contacto, la sutil gravedad que el de un manojo de finas piedras hiladas sólo para adornar, enmarcar la profunda anchura y la alta delgadez de tu garganta.
Sonríes. Se recuesta sobre ti, sus ojos de espejo, su piel de cristal, lúbrica y transparente, impenetrable se aferra a tu piel, tus senos chocan contra la alfombra, su miembro indefenso roza dulcemente tus nalgas, las filas de negras hormigas en el montículo hormiguero de tu sexo comienzan, hormigueando, una nueva jornada.
Él es el reloj de un nuevo tiempo, el péndulo oscilando a un compás uniforme: tictac, tictac, tictac: el embate a espada desenvainada entre los átomos suspendidos del aire y los sólidos afanes del presente y el pasado sucediéndose, balanceándose, comenzando una rítmica y eterna danza.
Te besa, se recuesta y fluctúa.
Él es todo. Y tú el enérgico Atlas que soporta amorosamente el peso del mundo, entero, sobre su espalda.
I
Su beso es una gargantilla. Con temor aparta de tu nuca el ondeante y tenebroso de mar de tu cabello. Posa, sujeta la alhaja a tu frágil cuello. No importa si no son perlas ni diamantes, sientes el mismo cosquilleo causado por el frío contacto, la sutil gravedad que el de un manojo de finas piedras hiladas sólo para adornar, enmarcar la profunda anchura y la alta delgadez de tu garganta.
Sonríes. Se recuesta sobre ti, sus ojos de espejo, su piel de cristal, lúbrica y transparente, impenetrable se aferra a tu piel, tus senos chocan contra la alfombra, su miembro indefenso roza dulcemente tus nalgas, las filas de negras hormigas en el montículo hormiguero de tu sexo comienzan, hormigueando, una nueva jornada.
Él es el reloj de un nuevo tiempo, el péndulo oscilando a un compás uniforme: tictac, tictac, tictac: el embate a espada desenvainada entre los átomos suspendidos del aire y los sólidos afanes del presente y el pasado sucediéndose, balanceándose, comenzando una rítmica y eterna danza.
Te besa, se recuesta y fluctúa.
Él es todo. Y tú el enérgico Atlas que soporta amorosamente el peso del mundo, entero, sobre su espalda.
Pop Loth
[...]
En mí siempre (dentro) la perversa,
la insalvable profana que mira
hacia atrás, que vuelve la cabeza
al feroz incendio: mi destrucción
es Sodoma guarecida en tu cuerpo.
[...]
En mí siempre (dentro) la perversa,
la insalvable profana que mira
hacia atrás, que vuelve la cabeza
al feroz incendio: mi destrucción
es Sodoma guarecida en tu cuerpo.
[...]
Fragmento...
[...]
Despertó con la sensación de Su cuerpo sobre de ella toda la noche, con la piel rosada y joven despertó de a poco suspirando, abrazada a las sábanas limpias de su aroma, y la invadió una nostalgia ciega de razones y objetivos; en el abatimiento de un deseo reprimido floreciendo y haciendo estragos, un deseo que no pregunta ni acepta peros ni justificaciones sino que arremete vil e irrefrenable.
El vientre comenzaba a punzarle y la sangre en sus vasos a arderle, a cosquillearle, porque el cuerpo siempre recuerda y es quien se resiste con mayor fuerza a olvidar.
En sus palmas empuñando las telas tibias de su propia temperatura las proporciones se reconstruían, las asperezas, las suavidades, los contornos enjutos y lisos, desnudos revivían en piel de imágenes, escenas y recuerdos, hacían revivir sus sentidos.
Acariciaba con los pies las texturas de las cubiertas, se retorcía ante el cúmulo de memorias que anudaban y sometían su carne. Sus pupilas dilatadas miraban sus adentros resueltas en una obscuridad tenebrosa y extraña al eje de la razón, entregadas al vicio de vislumbrar lo eterno a través de los demás sentidos.
El camisón le oleaba contra las bragas húmedas. Sus delgados hilos se desprendían de sus suaves hombros limados por fantasmales caricias, dejaba la mitad de su pecho traslúcido, redondo y escurridizo a la deriva del aire matinal. Los círculos concéntricos comprimían las ciénagas de sus poros, contagiando en un arqueante rictus los verduzcos ramajes de su cuello.
Sumergida por completo en las cálidas aguas del ensueño, juraba que era él quien susurraba frases que alternaban con el golpe de un vaporoso aliento cerca de sus lóbulos, que era él quien le ordenaba los revuelcos y las ascensiones, que esa blancura que advertía por la superficie de sus párpados era la crisálida forma de su rostro, que el aterciopelado roce que le llagaba los muslos eran sus caderas enardecidas y ansiosas de entrar en embate; y que la ancha solidez que la penetraba con brío haciéndola desfallecer en detrimentos de placer era el erecto y firme miembro de Julián; y que aquel olor dulce que percibía y que condensado comenzaba a correrle en saliva por la lengua y los labios eran los rescoldos del éxtasis de su amante. Y al final los espasmos fueron quienes deteniendo su brioso galope la hicieron descender súbita y vertiginosamente al hades de la soledad.
La mañana iba erigiéndose con apremio, helada y nebulosa porque la noche se negaba a disipar su lánguida sombra. En los jardines los pétalos atentos a la indecisión del perezoso auriga se replegaban haciendo al rocío invernal escurrirse por sus carnosas y curvas delicadezas.
Abatida por la conciencia y la ausencia, por la entera certeza de encontrarse sola, prolongó el letargo observando aún con las pupilas lúbricas el techo.
Aquella memoria de su cuerpo era inmanente y sofocante. Cualquier otro la hubiera considerado envidiable pero en realidad era un grillete pesado y artero.
Los días en que sus sentidos exigían aquel viejo exceso transcurrían en ansiedad y anhelo, porque en el fondo, en lo más instintivo, a pesar de la imponente lejanía seguía amando el albor de su tez, sus esencias y las delicias que el asiduo contacto ponía a la sazón.
Y así, recostada y vacía, pensó que seguramente Julián habría despertado con una erección que ella no aprovecharía y a la que en caso de haber despertado a su lado hubiera atrapado para hacerlo resurgir del sueño con una sonrisa complacida y satisfecha que minutos más tarde habría, para su suerte, de cambiar de lugar y de rostro.
El vientre comenzaba a punzarle y la sangre en sus vasos a arderle, a cosquillearle, porque el cuerpo siempre recuerda y es quien se resiste con mayor fuerza a olvidar.
En sus palmas empuñando las telas tibias de su propia temperatura las proporciones se reconstruían, las asperezas, las suavidades, los contornos enjutos y lisos, desnudos revivían en piel de imágenes, escenas y recuerdos, hacían revivir sus sentidos.
Acariciaba con los pies las texturas de las cubiertas, se retorcía ante el cúmulo de memorias que anudaban y sometían su carne. Sus pupilas dilatadas miraban sus adentros resueltas en una obscuridad tenebrosa y extraña al eje de la razón, entregadas al vicio de vislumbrar lo eterno a través de los demás sentidos.
El camisón le oleaba contra las bragas húmedas. Sus delgados hilos se desprendían de sus suaves hombros limados por fantasmales caricias, dejaba la mitad de su pecho traslúcido, redondo y escurridizo a la deriva del aire matinal. Los círculos concéntricos comprimían las ciénagas de sus poros, contagiando en un arqueante rictus los verduzcos ramajes de su cuello.
Sumergida por completo en las cálidas aguas del ensueño, juraba que era él quien susurraba frases que alternaban con el golpe de un vaporoso aliento cerca de sus lóbulos, que era él quien le ordenaba los revuelcos y las ascensiones, que esa blancura que advertía por la superficie de sus párpados era la crisálida forma de su rostro, que el aterciopelado roce que le llagaba los muslos eran sus caderas enardecidas y ansiosas de entrar en embate; y que la ancha solidez que la penetraba con brío haciéndola desfallecer en detrimentos de placer era el erecto y firme miembro de Julián; y que aquel olor dulce que percibía y que condensado comenzaba a correrle en saliva por la lengua y los labios eran los rescoldos del éxtasis de su amante. Y al final los espasmos fueron quienes deteniendo su brioso galope la hicieron descender súbita y vertiginosamente al hades de la soledad.
La mañana iba erigiéndose con apremio, helada y nebulosa porque la noche se negaba a disipar su lánguida sombra. En los jardines los pétalos atentos a la indecisión del perezoso auriga se replegaban haciendo al rocío invernal escurrirse por sus carnosas y curvas delicadezas.
Abatida por la conciencia y la ausencia, por la entera certeza de encontrarse sola, prolongó el letargo observando aún con las pupilas lúbricas el techo.
Aquella memoria de su cuerpo era inmanente y sofocante. Cualquier otro la hubiera considerado envidiable pero en realidad era un grillete pesado y artero.
Los días en que sus sentidos exigían aquel viejo exceso transcurrían en ansiedad y anhelo, porque en el fondo, en lo más instintivo, a pesar de la imponente lejanía seguía amando el albor de su tez, sus esencias y las delicias que el asiduo contacto ponía a la sazón.
Y así, recostada y vacía, pensó que seguramente Julián habría despertado con una erección que ella no aprovecharía y a la que en caso de haber despertado a su lado hubiera atrapado para hacerlo resurgir del sueño con una sonrisa complacida y satisfecha que minutos más tarde habría, para su suerte, de cambiar de lugar y de rostro.
L. et. al.
…
mis piernas fueron luego
lengua de serpiente.
Compartimos
a sangre fría
su veneno;
goteando
corrimos
y llegamos,
por fin,
al fin,
a la muerte:
el sitio
al que, desde el día
en que nacimos,
nos dirigíamos
sin saber qué era
para siempre.
mis piernas fueron luego
lengua de serpiente.
Compartimos
a sangre fría
su veneno;
goteando
corrimos
y llegamos,
por fin,
al fin,
a la muerte:
el sitio
al que, desde el día
en que nacimos,
nos dirigíamos
sin saber qué era
para siempre.
Los condenados
Bajo el furioso clamor
de dos luceros demoniacos,
el Ángel desertor
extiende sus alas:
devora su sombra
las sombras,
convirtiendo a la noche
en el útero abismal
de una madre seductora.
Por las paredes sin umbral
escurre la sangre ardiente
del pecado,y en el deleite
ciego de sus hijos renace
el gemido opulento del abrazo.
¡Cuán oscuro deseo!
¡Cuán luminosa tiniebla!
¡Cuán férvido regazo!
¡¿Qué resplandor
más vaporoso nos une
a la invisible niebla?!
“Con la túnica
de lo desconocido
fue por su Dios
oculta la belleza,
ésa de la que hoy
han sido testigos,
y a la que él mismo
hubo de llamar:
¡condena!”
de dos luceros demoniacos,
el Ángel desertor
extiende sus alas:
devora su sombra
las sombras,
convirtiendo a la noche
en el útero abismal
de una madre seductora.
Por las paredes sin umbral
escurre la sangre ardiente
del pecado,y en el deleite
ciego de sus hijos renace
el gemido opulento del abrazo.
¡Cuán oscuro deseo!
¡Cuán luminosa tiniebla!
¡Cuán férvido regazo!
¡¿Qué resplandor
más vaporoso nos une
a la invisible niebla?!
“Con la túnica
de lo desconocido
fue por su Dios
oculta la belleza,
ésa de la que hoy
han sido testigos,
y a la que él mismo
hubo de llamar:
¡condena!”
Onírica
Con sangre de niebla se vestirá
el horizonte
y en la cúpula celeste la señal
verás,
a lo lejos venir las huestes,
irguiendo espadas, tropas
de seres sedientos de gloria,
ansiosos de ofrendarte a Muerte.
¡Y ni con el fuego que emana
de tu boca podrás defenderte!
I
Uno a uno te atravesarán:
garganta, pecho y vientre.
Morirás vencida al olvido,
olvidada por y para siempre.
Tu cabeza ha de rodar
sin detenerse, arrojada
al caudaloso río en que nadie
se baña dos veces.
el horizonte
y en la cúpula celeste la señal
verás,
a lo lejos venir las huestes,
irguiendo espadas, tropas
de seres sedientos de gloria,
ansiosos de ofrendarte a Muerte.
¡Y ni con el fuego que emana
de tu boca podrás defenderte!
I
Uno a uno te atravesarán:
garganta, pecho y vientre.
Morirás vencida al olvido,
olvidada por y para siempre.
Tu cabeza ha de rodar
sin detenerse, arrojada
al caudaloso río en que nadie
se baña dos veces.
Bodegón
"—¿Quién dijo que las palabras
fueron hechas para el amor?
—Dios
—Te equivocas.
El amor fue hecho para las palabras"
Le amaba tanto exprimía con sus propias manos las naranjas para hacerle el jugo por la mañana. Con una cuchara sacaba las semillas y los pequeños gajos que soltaba el fruto y lo servía en un vaso de vidrio que antes volvía a lavar para extender en él la frescura de lo recién hecho; en el vaso que antes dejaba a tientas de la ventana, escurriéndose y evaporando el agua que se adhería a sus contornos mientras ella partía la fruta en simétricas mitades y la estrujaba fuerte pero cuidadosamente como a un cuello abarcable, escuchando el fino e hiloso gotear del néctar.
Le hubiese gustado que los betabeles pudieran estrujarse así también, sería bello ver su sangre que deja el sabor a sexo en la lengua, que la humedece de color, que pinta los labios y los perfuma, cayendo, hilándose, deslizándose por el cristal y del cristal a su boca; sin tener que usar máquinas demoledoras.
Y aunque no pudiera hacerlo, le gustaba ese otro cuadro que no sólo dejaba a la imaginación sino que veía hacerse realidad: sus manos sacando del agua coloreada, tibia pero todavía humosa el fruto enternecido por la lumbre, unas manos blancas con los dedos a medio manchar asentándolo sobre la tabla: sus manos sosteniendo el cuchillo, bañándose y penetrando con y en el corazón del vegetal, una y otra vez, escindiéndolo, fragmentándolo como a un cadáver exquisito.
La primavera se hacia sentir ya en la región. El sol atravesaba los ventanales formando en ellos un espejo que recibía e intensificaba el rayo que se apoyaba en su espalda, haciendo sentir su fuerza. Un día, observando el deslumbrante espectáculo, repitiendo su labor, le surgió la idea de que los cristales no tenían otra función que establecer un límite entre los seres humanos y el mundo, y en contradicción su transparencia era un osado intento por mantener al hombre enterado y conectado con su alrededor, por explotar su luz; pero ese límite era frágil, como las propias intenciones del hombre de mantenerse al margen de lo que se encontraba delimitado por esas engañosas paredes de cristal: afuera; en plena y simple contemplación.
La comida era una para ella conexión alterna: lo que preparaba estaría dentro de él, sería devorado, bebido por él: entraría en su cuerpo; esta vez sería ella quien lo penetraría, y no él a ella, aunque de manera indirecta.
Ésa era la verdadera razón por la que ponía tanto celo en ello: su cuidado era un sometimiento sutil, una sodomización a la inversa; por eso lo hacía todo con delicadeza, empeñada en que él tuviera una evacuación natural, instantánea pero placentera, justo como un orgasmo.
fueron hechas para el amor?
—Dios
—Te equivocas.
El amor fue hecho para las palabras"
Le amaba tanto exprimía con sus propias manos las naranjas para hacerle el jugo por la mañana. Con una cuchara sacaba las semillas y los pequeños gajos que soltaba el fruto y lo servía en un vaso de vidrio que antes volvía a lavar para extender en él la frescura de lo recién hecho; en el vaso que antes dejaba a tientas de la ventana, escurriéndose y evaporando el agua que se adhería a sus contornos mientras ella partía la fruta en simétricas mitades y la estrujaba fuerte pero cuidadosamente como a un cuello abarcable, escuchando el fino e hiloso gotear del néctar.
Le hubiese gustado que los betabeles pudieran estrujarse así también, sería bello ver su sangre que deja el sabor a sexo en la lengua, que la humedece de color, que pinta los labios y los perfuma, cayendo, hilándose, deslizándose por el cristal y del cristal a su boca; sin tener que usar máquinas demoledoras.
Y aunque no pudiera hacerlo, le gustaba ese otro cuadro que no sólo dejaba a la imaginación sino que veía hacerse realidad: sus manos sacando del agua coloreada, tibia pero todavía humosa el fruto enternecido por la lumbre, unas manos blancas con los dedos a medio manchar asentándolo sobre la tabla: sus manos sosteniendo el cuchillo, bañándose y penetrando con y en el corazón del vegetal, una y otra vez, escindiéndolo, fragmentándolo como a un cadáver exquisito.
La primavera se hacia sentir ya en la región. El sol atravesaba los ventanales formando en ellos un espejo que recibía e intensificaba el rayo que se apoyaba en su espalda, haciendo sentir su fuerza. Un día, observando el deslumbrante espectáculo, repitiendo su labor, le surgió la idea de que los cristales no tenían otra función que establecer un límite entre los seres humanos y el mundo, y en contradicción su transparencia era un osado intento por mantener al hombre enterado y conectado con su alrededor, por explotar su luz; pero ese límite era frágil, como las propias intenciones del hombre de mantenerse al margen de lo que se encontraba delimitado por esas engañosas paredes de cristal: afuera; en plena y simple contemplación.
La comida era una para ella conexión alterna: lo que preparaba estaría dentro de él, sería devorado, bebido por él: entraría en su cuerpo; esta vez sería ella quien lo penetraría, y no él a ella, aunque de manera indirecta.
Ésa era la verdadera razón por la que ponía tanto celo en ello: su cuidado era un sometimiento sutil, una sodomización a la inversa; por eso lo hacía todo con delicadeza, empeñada en que él tuviera una evacuación natural, instantánea pero placentera, justo como un orgasmo.
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