Despertó con la sensación de Su cuerpo sobre de ella toda la noche, con la piel rosada y joven despertó de a poco suspirando, abrazada a las sábanas limpias de su aroma, y la invadió una nostalgia ciega de razones y objetivos; en el abatimiento de un deseo reprimido floreciendo y haciendo estragos, un deseo que no pregunta ni acepta peros ni justificaciones sino que arremete vil e irrefrenable.
El vientre comenzaba a punzarle y la sangre en sus vasos a arderle, a cosquillearle, porque el cuerpo siempre recuerda y es quien se resiste con mayor fuerza a olvidar.
En sus palmas empuñando las telas tibias de su propia temperatura las proporciones se reconstruían, las asperezas, las suavidades, los contornos enjutos y lisos, desnudos revivían en piel de imágenes, escenas y recuerdos, hacían revivir sus sentidos.
Acariciaba con los pies las texturas de las cubiertas, se retorcía ante el cúmulo de memorias que anudaban y sometían su carne. Sus pupilas dilatadas miraban sus adentros resueltas en una obscuridad tenebrosa y extraña al eje de la razón, entregadas al vicio de vislumbrar lo eterno a través de los demás sentidos.
El camisón le oleaba contra las bragas húmedas. Sus delgados hilos se desprendían de sus suaves hombros limados por fantasmales caricias, dejaba la mitad de su pecho traslúcido, redondo y escurridizo a la deriva del aire matinal. Los círculos concéntricos comprimían las ciénagas de sus poros, contagiando en un arqueante rictus los verduzcos ramajes de su cuello.
Sumergida por completo en las cálidas aguas del ensueño, juraba que era él quien susurraba frases que alternaban con el golpe de un vaporoso aliento cerca de sus lóbulos, que era él quien le ordenaba los revuelcos y las ascensiones, que esa blancura que advertía por la superficie de sus párpados era la crisálida forma de su rostro, que el aterciopelado roce que le llagaba los muslos eran sus caderas enardecidas y ansiosas de entrar en embate; y que la ancha solidez que la penetraba con brío haciéndola desfallecer en detrimentos de placer era el erecto y firme miembro de Julián; y que aquel olor dulce que percibía y que condensado comenzaba a correrle en saliva por la lengua y los labios eran los rescoldos del éxtasis de su amante. Y al final los espasmos fueron quienes deteniendo su brioso galope la hicieron descender súbita y vertiginosamente al hades de la soledad.
La mañana iba erigiéndose con apremio, helada y nebulosa porque la noche se negaba a disipar su lánguida sombra. En los jardines los pétalos atentos a la indecisión del perezoso auriga se replegaban haciendo al rocío invernal escurrirse por sus carnosas y curvas delicadezas.
Abatida por la conciencia y la ausencia, por la entera certeza de encontrarse sola, prolongó el letargo observando aún con las pupilas lúbricas el techo.
Aquella memoria de su cuerpo era inmanente y sofocante. Cualquier otro la hubiera considerado envidiable pero en realidad era un grillete pesado y artero.
Los días en que sus sentidos exigían aquel viejo exceso transcurrían en ansiedad y anhelo, porque en el fondo, en lo más instintivo, a pesar de la imponente lejanía seguía amando el albor de su tez, sus esencias y las delicias que el asiduo contacto ponía a la sazón.
Y así, recostada y vacía, pensó que seguramente Julián habría despertado con una erección que ella no aprovecharía y a la que en caso de haber despertado a su lado hubiera atrapado para hacerlo resurgir del sueño con una sonrisa complacida y satisfecha que minutos más tarde habría, para su suerte, de cambiar de lugar y de rostro.
El vientre comenzaba a punzarle y la sangre en sus vasos a arderle, a cosquillearle, porque el cuerpo siempre recuerda y es quien se resiste con mayor fuerza a olvidar.
En sus palmas empuñando las telas tibias de su propia temperatura las proporciones se reconstruían, las asperezas, las suavidades, los contornos enjutos y lisos, desnudos revivían en piel de imágenes, escenas y recuerdos, hacían revivir sus sentidos.
Acariciaba con los pies las texturas de las cubiertas, se retorcía ante el cúmulo de memorias que anudaban y sometían su carne. Sus pupilas dilatadas miraban sus adentros resueltas en una obscuridad tenebrosa y extraña al eje de la razón, entregadas al vicio de vislumbrar lo eterno a través de los demás sentidos.
El camisón le oleaba contra las bragas húmedas. Sus delgados hilos se desprendían de sus suaves hombros limados por fantasmales caricias, dejaba la mitad de su pecho traslúcido, redondo y escurridizo a la deriva del aire matinal. Los círculos concéntricos comprimían las ciénagas de sus poros, contagiando en un arqueante rictus los verduzcos ramajes de su cuello.
Sumergida por completo en las cálidas aguas del ensueño, juraba que era él quien susurraba frases que alternaban con el golpe de un vaporoso aliento cerca de sus lóbulos, que era él quien le ordenaba los revuelcos y las ascensiones, que esa blancura que advertía por la superficie de sus párpados era la crisálida forma de su rostro, que el aterciopelado roce que le llagaba los muslos eran sus caderas enardecidas y ansiosas de entrar en embate; y que la ancha solidez que la penetraba con brío haciéndola desfallecer en detrimentos de placer era el erecto y firme miembro de Julián; y que aquel olor dulce que percibía y que condensado comenzaba a correrle en saliva por la lengua y los labios eran los rescoldos del éxtasis de su amante. Y al final los espasmos fueron quienes deteniendo su brioso galope la hicieron descender súbita y vertiginosamente al hades de la soledad.
La mañana iba erigiéndose con apremio, helada y nebulosa porque la noche se negaba a disipar su lánguida sombra. En los jardines los pétalos atentos a la indecisión del perezoso auriga se replegaban haciendo al rocío invernal escurrirse por sus carnosas y curvas delicadezas.
Abatida por la conciencia y la ausencia, por la entera certeza de encontrarse sola, prolongó el letargo observando aún con las pupilas lúbricas el techo.
Aquella memoria de su cuerpo era inmanente y sofocante. Cualquier otro la hubiera considerado envidiable pero en realidad era un grillete pesado y artero.
Los días en que sus sentidos exigían aquel viejo exceso transcurrían en ansiedad y anhelo, porque en el fondo, en lo más instintivo, a pesar de la imponente lejanía seguía amando el albor de su tez, sus esencias y las delicias que el asiduo contacto ponía a la sazón.
Y así, recostada y vacía, pensó que seguramente Julián habría despertado con una erección que ella no aprovecharía y a la que en caso de haber despertado a su lado hubiera atrapado para hacerlo resurgir del sueño con una sonrisa complacida y satisfecha que minutos más tarde habría, para su suerte, de cambiar de lugar y de rostro.
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