"—¿Quién dijo que las palabras
fueron hechas para el amor?
—Dios
—Te equivocas.
El amor fue hecho para las palabras"
Le amaba tanto exprimía con sus propias manos las naranjas para hacerle el jugo por la mañana. Con una cuchara sacaba las semillas y los pequeños gajos que soltaba el fruto y lo servía en un vaso de vidrio que antes volvía a lavar para extender en él la frescura de lo recién hecho; en el vaso que antes dejaba a tientas de la ventana, escurriéndose y evaporando el agua que se adhería a sus contornos mientras ella partía la fruta en simétricas mitades y la estrujaba fuerte pero cuidadosamente como a un cuello abarcable, escuchando el fino e hiloso gotear del néctar.
Le hubiese gustado que los betabeles pudieran estrujarse así también, sería bello ver su sangre que deja el sabor a sexo en la lengua, que la humedece de color, que pinta los labios y los perfuma, cayendo, hilándose, deslizándose por el cristal y del cristal a su boca; sin tener que usar máquinas demoledoras.
Y aunque no pudiera hacerlo, le gustaba ese otro cuadro que no sólo dejaba a la imaginación sino que veía hacerse realidad: sus manos sacando del agua coloreada, tibia pero todavía humosa el fruto enternecido por la lumbre, unas manos blancas con los dedos a medio manchar asentándolo sobre la tabla: sus manos sosteniendo el cuchillo, bañándose y penetrando con y en el corazón del vegetal, una y otra vez, escindiéndolo, fragmentándolo como a un cadáver exquisito.
La primavera se hacia sentir ya en la región. El sol atravesaba los ventanales formando en ellos un espejo que recibía e intensificaba el rayo que se apoyaba en su espalda, haciendo sentir su fuerza. Un día, observando el deslumbrante espectáculo, repitiendo su labor, le surgió la idea de que los cristales no tenían otra función que establecer un límite entre los seres humanos y el mundo, y en contradicción su transparencia era un osado intento por mantener al hombre enterado y conectado con su alrededor, por explotar su luz; pero ese límite era frágil, como las propias intenciones del hombre de mantenerse al margen de lo que se encontraba delimitado por esas engañosas paredes de cristal: afuera; en plena y simple contemplación.
La comida era una para ella conexión alterna: lo que preparaba estaría dentro de él, sería devorado, bebido por él: entraría en su cuerpo; esta vez sería ella quien lo penetraría, y no él a ella, aunque de manera indirecta.
Ésa era la verdadera razón por la que ponía tanto celo en ello: su cuidado era un sometimiento sutil, una sodomización a la inversa; por eso lo hacía todo con delicadeza, empeñada en que él tuviera una evacuación natural, instantánea pero placentera, justo como un orgasmo.
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