A R.
Aquel que ha perdido todo, tiene que resignarse. Hay, entonces, ante la pérdida de lo que una vez creímos nuestro, una especie de sumisión que aspira a la cura del espíritu enfermo de desesperación, angustia, dolor; a encontrar en la resignación un consuelo que nos permita seguir viviendo. Hay que renunciar, hay que entregarse a la voluntad del otro, el dios, el tiempo, la vida, la muerte..., el destino, o aquello que nosotros mismos construimos; no como una muestra de debilidad sino de buena conciencia acerca de lo que le está vedado, por ley, a la nuestra, y en la medida que ésta nos quede, la voluntad, elegir renunciar con el deseo y el recuerdo a aquello que no nos pertenece más sino a través de ellos. Asumirnos como aquel ser sin ser aún, desprovisto y desnudo, que vino al mundo gimiendo, y que así, desprovisto y desnudo, habrá de irse de él, también, gimiendo. Hay que resignarnos, irnos desamando, desnudando, quedando solos; hay que prepararnos para estar el uno sin el otro, sin dios, sin tiempo, sin vida; hay, pues, amado mío, que prepararnos para la muerte que se anuncia, tú lo sabes, con cada pérdida, con cada partida.
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