En un estado de eterna vigila pienso en el sueño, sin más significado que deseo puro de dormir, de conciliar el sueño en su pureza exacta, de mecerlo en mis párpados, cubierto de nada. Mientras me baño, y cae el agua sobre mi cuerpo, vuelvo al recuerdo. R y yo después de una horrorosa noche en un bar incómodo: sillas altas de madera, bancos, paredes color naranja, gente vieja jugando ser joven, sus amigos; caminamos por la Roma, son las 2:00 a.m, las calles oscuras se visten de casas antiguas e imponentes. Frente a una bodega, R se detiene, me detiene y me pregunta si veo lo mismo que él. Contesto que no. Dice que hay una mujer llorando al fondo de la puerta apenas iluminada. Yo volteo —no la veo— sonrío, le digo que no invente, y sigo caminando. Hay una sonrisa burlona en su mirada. ¿Ve acaso él más que yo? Me alcanza, me toma con fuerza de la mano (yo nunca tomo a nadie de la mano) y seguimos por Insurgentes. ¿Y qué tal si yo te veo a ti y los demás no? —le pregunto—, ¿Y qué tal si no existo; qué diferencia habría? —contesta—, Ninguna, sólo no tendría sentido que yo esté caminando a estas horas, por estos rumbos —termino—. Los taxis se orillan en busca de pasajeros, son las putas que me ofrecen sus servicios, luces neón en cada semáforo, el sonido de los autos frenando y arrancando, vagabundos husmeando en los basureros, personas que me lanzan sus ojos como carnada. Todo va adesertándose, hotelándose. El viento, casi helado, arremete contra las palmas de mis manos. Mis tacones suenan pesados a cada paso. En mis pupilas el verde, el amarillo. Rojo. Un pensamiento me atraviesa como una bala. Me detengo, pego un taxi, y pienso en lo absurdo que fue, hasta esa hora, estar caminando sola por esas calles en vez de regresar temprano a casa. Suelto una carcajada. Cierro la llave, vuelvo a reírme, y tomo la toalla.
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