Reconstruyo una caja, es una caja china, de cartón, a la que no había dado importancia hasta esta noche. Es el estuche de la lámpara que mi padre me prestó para llevarme a la playa el día de mi cumpleaños, una de esas que tienen resortes anchos para enredarse a la cabeza y sujetársela contra ella, y así, cuando la usemos, la encendamos, podamos ver en la oscuridad lo que se avecina ante nuestros ojos. Un tercer ojo de luz de alógeno que la improvisación, y la falta de batería, no me dejó usar en aquel desastroso viaje. La caja estaba tirada en el piso de mi habitación hacía tiempo, pues hacía tiempo que yo misma la había dejado junto a la lámpara, en el piso, con la idea de recogerlas más tarde e ir a entregarlas con agradecimiento a su dueño. Cosa que no hice pues no fue sino mi hermano quien la recogió para usarla un día sin luz. Hace poco vi que mi padre tiene ya la lámpara guardada en su cuarto, aunque sin estuche. ¿A quién chingados le importa una caja de cartón? A nadie, por supuesto —me contesto—. Después, ante la inútilidad que le advertía, estuve a punto de tirarla a la basura, pero alguna otra distracción me lo impidió. Esta mañana sin querer la pisé y se rompió: se aplastaron y desgarraron sus paredes. El cartón no es frágil, sí, poco resistente. Hace un rato apenas, ya que la vi rota, la iba a levantar y echarla a la bolsa de basura. Entonces, me vino a la mente el estado en que mi papá me dio ambas cosas: una lámpara nueva guardada en su caja nueva (aunque no lo parezca, me molesta ser así con todo, o casi todo, descuidada y valemadrista). De modo que no tuve otra opción, dadas las condiciones de ánimo en que me instaló la conciencia y el buen juicio, la levanté y fui por cinta mágica tratando de remediar el asunto, remodelé sus contornos y fui pegándolos. La imagen y la consistencia del material no es la misma, a pesar de estar haciendo mi mejor esfuerzo. Ahora he ido por cinta canela, recorto pequeños trozos y los coloco sobre la cinta mágica y las partes dañadas, sobre la fotografía del chino que la anuncia como un producto maravilla, las instrucciones de uso, y sobre lo escrito acerca del producto: consumo, tensión, frecuencia; recuerdo cuánto me gustaba y me tranquilizaba hacer manualidades —mucho antes de que, siquiera, supiera que la palabra tiene sentidos vulgares y divertidos—, cuando a mis 12, o desde mis 12, iba a talleres de velas, fomi, repujado…, y demás porquerías, talleres para hacer basura que luciera kitsch y bonito, pero naco (éste, por supuesto, es un juicio presente). Ahora que lo pienso, hace mucho que no ensayo esa increíble facultad que tengo para crear “basura bonita”, y, por tanto, que no la regalo, pues ése era su mayor sentido. Mi "ingenio manual"se ecuentra atrofiado por la visión práctica del "¿para qué hacer cosas que irán a parar a la basura, y que de nada y para nada sirven, sino para estorbar y hacer bulto?" Vuelvo. He acabado de pegar los pedazos de cinta canela en la caja que luce más sólida, y absurda ¿A quién chingados le importa una caja de cartón, y, encima, china? A la culpa, señores, a la culpa (me parece vergonzoso que a mi edad siga siendo una descuidada, actitud que he encubierto constantemente llamándola “la maldición de los regalos” (muy digna de otro apartado)), bueno, en realidad a nadie le importa la caja sino su significado. Termino, la dejo sobre el escritorio. Observo: la ridícula caja de cartón, china, doblemente parchada. Pienso en mi padre. La tomo de nuevo, la abro y miro el vacío, lo único que queda cuando uno se da cuenta de que no puede recuperar la belleza de aquello que destruyó nuestra fuerza, quizá, nuestra indiferencia; y de algo que pronto, con seguridad, también destruirán, esta vez ya irremediablemente, las máquinas trituradoras del olvido.
Jueves, 7 de Abril, 2011. 2:oo a.m
Reconstruir cajas como poemas como cajas de palabras para regalarla a la culpa al cesto de la culpa
ResponderEliminarNuestro corazón de cartón.
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