Las flores se han secado, los claveles rojos y blancos que mandé comprar con mi hermana al mercado hace una semana, aún se hunden sus raíces en el agua que contiene el frasco alto de cristal que les improvisé como florero; y aún siguen en pie fingiendo que no se han secado, mirando en lo alto a la Virgen de Guadalupe que no sé por qué conserva mi madre desde hace años, cuando nunca ha sido del todo creyente. También se secaron las rosas pero los claveles secos son los únicos que siguen en la cocina a manera de ofrenda. Los pedí pensando en Otilia. Afuera está lloviendo. Llegué temprano a casa, mi madre no fue a trabajar, la encontré de espaldas, frente a la máquina de coser, cosiendo o ajustando un pantalón blanco, los perros estaban a su lado, me sonrieron moviendo alegres la cola. Mis hermanos me han contado que fueron a comer a La casa de Toño, me hubiera gustado comer con ellos, hace tiempo que no; me cambié y me decidí a escribir, los jeans por un viejo y holgado vestido negro. He bajado a la cocina para preparar un café, mi estómago está resentido, los borregos me ven y balan de hambre, les sirvo un poco de alimento pero parece que no es suficiente, y vuelven a balar, subo, me pongo las botas, tomo la escoba y barro la mierda del chiquero, la lluvia tiene sus desventajas; mientras barro, pienso. El agua para el café está en la lumbre. La tarea no cesa. Tardo, saco del costal la hierba sobre la superficie más seca, los borregos hambrientos se le echan encima, comen. Entro a la casa, me limpio las botas, me lavo las manos. Apago la lumbre y preparo mi café. Subo a mi cuarto, escribo y desde mi ventana veo cómo cesa la lluvia y el sol sobre los vagones de ferrocarril, mágicamente, comienza a resplandecer.
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